LUISA, TIENES SOMBRA DE BARBA
©Copyright 2000 - Felix Achenbach - Barcelona, Octubre 2000
Palma de Sant Just - Barcelona |
Alojó en
una época una muy ornada sillería de coro en el centro del cruce de las naves
que gracias al Señor Todopoderoso y a la guerra civil fue incendiada y desapareció dejando ese magnifico espacio vacío que a mi criterio
es el mayor lujo arquitectónico del edificio.
Los arcos
se extienden sobre esa amplitud inaudita sin columnas centrales de soporte en
un imposible delirio gótico donde la piedra parece, por fin, vencer la
gravedad.
Columnas
que van hacia el cielo y que a medio camino se arrepienten de su altanería y se
tuercen llegando así a besar a la media ojiva opuesta que baja deslizándose y
acariciando el sobrio capitel de su columna, la que, a su vez, avergonzada por
el avance de su par, continuara bajando por el fuste hacia el piso y
desapareciendo tímidamente bajo tierra.
Los
arquitectos la llamaron simplemente ojiva gótica.
Santa Maria del Mar - Barcelona |
Que osadía la de la piedra, la de querer llegar hasta el cielo… ¿quién se lo hizo creer?
Muy poco
antes de mi entrada a la basílica la noche había caído negándome los vitrales.
El ámbito,
iluminado por luz de velas y algunos reflectores que resaltaban las ojivas, olía
a piedra húmeda y humo de aquel fuego reductor.
Mis ojos, atónitos,
recorrieron ese espacio gigantesco que parecía no tener fin, aunque ciertamente
estaba delimitado a lo lejos por muros de piedra oscurecidos por el humo de
incontables velas encendidas solicitando o agradeciendo favores recibidos.
La
arquitectura religiosa tuvo desde sus orígenes la grandiosidad necesaria como
para que los seguidores se sintiesen gusanos indignos de recibir la gracia del
Todopoderoso y su cohorte de santos.
Siendo que
este concepto me ha convertido en un personaje poco popular entre mis amigos católicos
apostólico-romanos, no puedo dejar de corroborarlo en cada visita que me obliga
a efectuar mi eterna fascinación por las iglesias.
Santa Maria del Mar - Barcelona |
En el mismo
lugar que una vez ocuparan el montón de cenizas de la sillería del coro y cuya iluminación
especial la hacía resplandecer dentro del ámbito tenue, se estaba llevando a
cabo una boda entre los que siempre reconoceremos como “gente de buena familia”
Gruesos
cordones de terciopelo mantenían a los turistas y visitantes alejados del
predio excluyente.
Una
plataforma cuadrada con piso cubierto por alfombras orientales acomodaba una
mesa altar vestida con un mantel de encaje enjuagado en agua de té.
Sobre el mantel
un crucifijo colonial de madera y marfil con estela de plata y altísimos
candelabros de plata pulida, que hasta podrían haber sido donados por las
familias de la pareja, sostenían velones encendidos que iluminaban guirnaldas
de rosas blancas.
La escena prometía
cierto grado de deleite y ante la certeza de que nunca más tendría la
oportunidad de presenciar una boda importante en la misma basílica, de la misma
ciudad, del mismo país, guarde la cámara en el bolso y me acerqué sin hacer
ruido al límite del cordón donde me mezclé con los amigos no tan cercanos, los
parientes bastantes lejanos, los sirvientes, los vecinos curiosos y una turista
americana gorda que derramando alguna lágrima de romanticismo solidario
mordisqueaba un pan con jamón.
Subyugado
por la escena del matrimonio entre una pareja de gente bella, más los cuatro
padrinos elegantemente vestidos sentados en incomodísimas sillas con escenas
celestiales talladas en sus respaldos, más un conjunto de cámara ejecutando Haydn
no pude menos que acoplarme al grupo de los observadores que nunca hubieron soñado
con ser invitados.
El anciano
sacerdote que oficiaba la misa de esponsales, vestido en pesadas capas de
brocado marfil con ribetes de hilos de oro, se paró frente a un atril de madera
calada sosteniendo un enorme libro de misa que quien sabe que contendría ya que
el mismo permaneció azorado un largo rato hasta encontrar la página adecuada.
Mientras
tanto mi vista recorría los selectos bancos donde elegantes familias catalanas entretenían
a los niños para que se mantuvieran quietos durante la ceremonia.
Uno de
ellos, por fin, logró escapar y vino, corriendo cerca mío, agitando las manitos
como buscando refugio y haciendo sonar las entrepiernas de los bombachos de
seda de un celeste musical.
Su padre lo
siguió y al compás de aquella languidez de acordes
barrocos logro tomarlo del brazo cubierto por una manga de pique bordado e hizo
que sus zapatitos blancos con pulsera flotaran sobre el piso de piedra sin
llegar a tocarlo.
Reprendiéndole
en voz baja, logro llevarlo hasta el banco familiar y mantenerlo quieto, aunque
un poco más arrugado que al llegar.
Este
incidente me distrajo por un momento de la escena principal donde los novios seguían,
tomados de la mano, la lectura de nunca sabremos que página de aquel libro
colosal.
Los cuatro
padrinos se disputaban la primacía con encajes que resbalaban descendiendo
desde los bustos demasiado perfectos y que luego delineaban caderas masajeadas
y ejercitadas mientras los hombres soportaban las presiones de esos trajes
negros de lanas esquiladas en lugares remotos y que bajo las órdenes adecuadas
fueran tejidas en telares italianos para esa ocasión.
La novia
era una belleza catalana.
Piel blanquísima,
nacarada, con un soplo de rosas en las mejillas que las hacia competir con los
aretes de perlas barrocas.
Cabello
renegrido y brillante estirado en un elegante moño en la nuca de donde se
remontaba hacia el cielo un velo casi imperceptible.
El sencillo
traje nupcial era de una femineidad y elegancia poco común y desde el anular
izquierdo nos enceguecía un brillante de familia.
El novio:
otro buen espécimen de la belleza masculina ibérica vestía
traje de colas oscuro que jugaba muy bien con su cabello que de tan negro parecía
azul.
El cutis
terso y cuidado mostraba ese tipo de sombra de barba que también da a la cara
un reflejo azulado y que nunca podrá disimularse a pesar de los fomentos
calientes con aloe y la cuidadosa afeitada a navaja, a pelo y contrapelo.
Ojos muy
negros, pestañas pobladas y gruesas cejas completaban el masculino aspecto.
Cuando me uní
al grupo la ceremonia había comenzado recientemente y mientras el sacerdote seguía
hurgando entre las páginas buscando el párrafo apropiado, la turista americana
sacó de su bolso una botella pequeña de vino que semioculta en su campera le
ayudaba a bajar el pan con jamón mientras que con el dorso de la mano enjugaba
otra lagrima.
En voz baja
y masticando me dijo en español: “que bella pareja!” acentuando demasiado la
elle y la jota delatándose como una estudiante de intercambio.
Paseé mi vista por el fálico símbolo de las inmensas
columnas de piedra, observé el pavimento bicolor quebrado por siglos de
permanencia y volví mi atención al párroco cuando
por fin acababa de encontrar el párrafo que buscara febrilmente en el libraco.
Murmuró
algunas frases entrecortadas relativas a su antigua relación con ambas familias
y confundido por la vejez procedió a formular la pregunta clave de una boda:
“aceptas a…?”
Lo más
solemnemente que su confusión le permitiera pregunto con la voz quebrada, pero
con la serenidad que le diera la confianza de haber conocido a la pareja desde
sus bautizos:
“¿Luisa,
aceptas a Carmen por esposa?”
Se produjo
un gran silencio que duró unos segundos.
Mientras,
el novio miró a la novia, yo miré a la turista americana y todos los demás
miraron a alguien en busca de una respuesta.
Pensé con ironía:
¡qué sociedad tan abierta la catalana! ¡Un casamiento entre lesbianas!…
Enfoqué
nuevamente la mirada y volví a distinguir lo que me siguió pareciendo una novia
hermosa y un distinguido caballero.
Se
desvanecieron rápidamente mis esperanzas de eclesiástica aprobación a la liberación
homosexual y mi atención volvió al ruedo
Sin dejar
del todo de lado el endiablado pensamiento de que el sacerdote sabría algo en
secreto de confesión que todos los demás ignorábamos.
En ese
momento, el anciano sacerdote, distraído y disgustado consigo mismo corrigió:
“Luis…,
¡ejem!, Luis!, ¿aceptas por esposa a Carmen?”
Un casi
imperceptible suspiro tranquilizador hizo mecer nuevamente la luz de las velas.
Luis miro a
Carmen y dijo: ‘Si, padre, acepto a Carmen por esposa” mientras las perlas
coruscaban tras el velo y el brillante del anular iluminaba los vitrales.
El quinteto
de cuerdas acompañó a la soprano en los gorjeos finales y los padrinos se
pusieron de pie, demostrando, en un movimiento unísono la elegancia de esos
cuerpos que acostumbraban a deslizarse por alfombras estupendas y ser
conducidos en automóviles de lujo.
El pontífice
aventó suavemente la capa de damasco marfil como en un aleteo triunfal, secó un
par de perlas de transpiración que nacían en la cabeza mitrada y corrían por su
frente y perdió nuevamente la línea que estaba leyendo, carraspeando
nerviosamente.
Volvimos a
mirarnos con la americana soslayando una sonrisa cómplice.
Pasaron
otros dramáticos momentos en los que el pergamino de las paginas en febril
movimiento abanicó las llamas de las velas.
Por fin reconoció
la línea y formuló la obvia segunda pregunta:
“Carmen, aceptas
por esposo a Luisa? …”
En ese
momento pareció que un rayo divino lo iluminó y rápidamente corrigió tratando de salirse de la embarazosa situación
aseverando en pánico:
“Carmen!, ¡Carmen!,
¡hija!, ¿aceptas como esposa a Luis?
Mientras su cara y la de varios se
tornaba carmesí, el quinteto de cuerdas ensayó un preámbulo de la marcha
nupcial en un inútil intento de soslayar el bochorno colectivo.
Sentí la
mirada de la turista americana en mi cuello, me volví, le miré y la vi ponerse
roja mientras ella trataba de mantener el ultimo buche de vino en la boca.
No duro
mucho nuestra compostura.
Ella explotó
salpicando de vino el piso de piedra medieval y mi bolsa de mano al tiempo que tosía
estentóreamente.
Las nobles
testas tornaron sobre cuellos de marfil arqueando cejas desdeñosas en nuestra dirección.
Hubo una agitación de encajes y sedas, algunas perlas entrechocaron produciendo
un sonido similar al castañeteo de dientes en una noche febril.
Los hombros
de alabastro se encogieron en colectivo movimiento de desdén y sus dueños
volvieron a poner la atención en la confusa ceremonia.
Enrojecido,
giré sobre mis talones y empecé a caminar muy rápido hacia la salida, pero a
los pocos pasos no pude contener más la risa que iba subiéndome del estómago a
la garganta y que terminaría resonando por las naves majestuosas de acústica
admirable mientras yo, corriendo hacia la puerta más cercana con la desesperación
del que busca un baño, me sentí perseguido por el sonido de las pulseras y las estertóreas
carcajadas y toses de la americana.
Cuando
pudimos recuperar la compostura, ya afuera, al aire fresco y bajo la luna, nos
dijimos los nombres y fuimos a comer tapas a Sagardi y a contarnos nuestras
vidas en una noche por cierto inolvidable.
Pinxos inolvidables en Sagardi |
Publicado en la prestigiosa revista de bodas Azahar en Argentina - 2008
Ay Félix, cómo me he reídooooo !!! De pronto, pasé de estar concentrada y embelesada con la poética y exquisita descripción de la Basílica - la que imprimiré como guía la próxima vez que vaya a Barcelona - a una carcajada casi sin fin!! Qué genial que estuvo esta historia!! Sin duda, ya soy una adicta a estas historias!!!Gracias!!
ResponderBorrar...mision cumplida! me gusta mucho hacer reir, gracias por visitarme
ResponderBorrar