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3 de julio de 2019

LUISA, TIENES SOMBRA DE BARBA...


 

LUISA, TIENES SOMBRA DE BARBA

 ©Copyright 2000 - Felix Achenbach - Barcelona, Octubre 2000 

 


Palma de Sant Just - Barcelona
El atardecer húmedo de octubre me acompaño desde la calle Palma de Sant Just hasta la basílica de Santa María del Mar ascendiendo suavemente a lo largo de callejuelas góticas salpicadas de restaurantes prometedores.


Esta basílica, que considero la iglesia más hermosa de Barcelona, fue construida en el siglo XV en un tiempo récord para la Edad Media permitiendo que se mantuviera el estilo gótico catalán en toda su estructura.
Alojó en una época una muy ornada sillería de coro en el centro del cruce de las naves que gracias al Señor Todopoderoso y a la guerra civil fue incendiada y desapareció dejando ese magnifico espacio vacío que a mi criterio es el mayor lujo arquitectónico del edificio.
Los arcos se extienden sobre esa amplitud inaudita sin columnas centrales de soporte en un imposible delirio gótico donde la piedra parece, por fin, vencer la gravedad.
Columnas que van hacia el cielo y que a medio camino se arrepienten de su altanería y se tuercen llegando así a besar a la media ojiva opuesta que baja deslizándose y acariciando el sobrio capitel de su columna, la que, a su vez, avergonzada por el avance de su par, continuara bajando por el fuste hacia el piso y desapareciendo tímidamente bajo tierra.
Los arquitectos la llamaron simplemente ojiva gótica.
Santa Maria del Mar - Barcelona

Que osadía la de la piedra, la de querer llegar hasta el cielo… ¿quién se lo hizo creer?

Muy poco antes de mi entrada a la basílica la noche había caído negándome los vitrales.
El ámbito, iluminado por luz de velas y algunos reflectores que resaltaban las ojivas, olía a piedra húmeda y humo de aquel fuego reductor.
Mis ojos, atónitos, recorrieron ese espacio gigantesco que parecía no tener fin, aunque ciertamente estaba delimitado a lo lejos por muros de piedra oscurecidos por el humo de incontables velas encendidas solicitando o agradeciendo favores recibidos.

La arquitectura religiosa tuvo desde sus orígenes la grandiosidad necesaria como para que los seguidores se sintiesen gusanos indignos de recibir la gracia del Todopoderoso y su cohorte de santos.
Siendo que este concepto me ha convertido en un personaje poco popular entre mis amigos católicos apostólico-romanos, no puedo dejar de corroborarlo en cada visita que me obliga a efectuar mi eterna fascinación por las iglesias.

Santa Maria del Mar - Barcelona
Caminé dentro de la estructura visitando altares laterales hasta que repentinamente me percaté de lo que estaba sucediendo en el centro de la basílica.
En el mismo lugar que una vez ocuparan el montón de cenizas de la sillería del coro y cuya iluminación especial la hacía resplandecer dentro del ámbito tenue, se estaba llevando a cabo una boda entre los que siempre reconoceremos como “gente de buena familia”

Gruesos cordones de terciopelo mantenían a los turistas y visitantes alejados del predio excluyente.
Una plataforma cuadrada con piso cubierto por alfombras orientales acomodaba una mesa altar vestida con un mantel de encaje enjuagado en agua de té.
Sobre el mantel un crucifijo colonial de madera y marfil con estela de plata y altísimos candelabros de plata pulida, que hasta podrían haber sido donados por las familias de la pareja, sostenían velones encendidos que iluminaban guirnaldas de rosas blancas.

La escena prometía cierto grado de deleite y ante la certeza de que nunca más tendría la oportunidad de presenciar una boda importante en la misma basílica, de la misma ciudad, del mismo país, guarde la cámara en el bolso y me acerqué sin hacer ruido al límite del cordón donde me mezclé con los amigos no tan cercanos, los parientes bastantes lejanos, los sirvientes, los vecinos curiosos y una turista americana gorda que derramando alguna lágrima de romanticismo solidario mordisqueaba un pan con jamón.
Subyugado por la escena del matrimonio entre una pareja de gente bella, más los cuatro padrinos elegantemente vestidos sentados en incomodísimas sillas con escenas celestiales talladas en sus respaldos, más un conjunto de cámara ejecutando Haydn no pude menos que acoplarme al grupo de los observadores que nunca hubieron soñado con ser invitados.

El anciano sacerdote que oficiaba la misa de esponsales, vestido en pesadas capas de brocado marfil con ribetes de hilos de oro, se paró frente a un atril de madera calada sosteniendo un enorme libro de misa que quien sabe que contendría ya que el mismo permaneció azorado un largo rato hasta encontrar la página adecuada.

Mientras tanto mi vista recorría los selectos bancos donde elegantes familias catalanas entretenían a los niños para que se mantuvieran quietos durante la ceremonia.
Uno de ellos, por fin, logró escapar y vino, corriendo cerca mío, agitando las manitos como buscando refugio y haciendo sonar las entrepiernas de los bombachos de seda de un celeste musical.
Su padre lo siguió y al compás de aquella languidez de acordes barrocos logro tomarlo del brazo cubierto por una manga de pique bordado e hizo que sus zapatitos blancos con pulsera flotaran sobre el piso de piedra sin llegar a tocarlo.
Reprendiéndole en voz baja, logro llevarlo hasta el banco familiar y mantenerlo quieto, aunque un poco más arrugado que al llegar.

Este incidente me distrajo por un momento de la escena principal donde los novios seguían, tomados de la mano, la lectura de nunca sabremos que página de aquel libro colosal.
Los cuatro padrinos se disputaban la primacía con encajes que resbalaban descendiendo desde los bustos demasiado perfectos y que luego delineaban caderas masajeadas y ejercitadas mientras los hombres soportaban las presiones de esos trajes negros de lanas esquiladas en lugares remotos y que bajo las órdenes adecuadas fueran tejidas en telares italianos para esa ocasión.

La novia era una belleza catalana.
Piel blanquísima, nacarada, con un soplo de rosas en las mejillas que las hacia competir con los aretes de perlas barrocas.
Cabello renegrido y brillante estirado en un elegante moño en la nuca de donde se remontaba hacia el cielo un velo casi imperceptible.
El sencillo traje nupcial era de una femineidad y elegancia poco común y desde el anular izquierdo nos enceguecía un brillante de familia.

El novio: otro buen espécimen de la belleza masculina ibérica vestía traje de colas oscuro que jugaba muy bien con su cabello que de tan negro parecía azul.
El cutis terso y cuidado mostraba ese tipo de sombra de barba que también da a la cara un reflejo azulado y que nunca podrá disimularse a pesar de los fomentos calientes con aloe y la cuidadosa afeitada a navaja, a pelo y contrapelo.
Ojos muy negros, pestañas pobladas y gruesas cejas completaban el masculino aspecto.

Cuando me uní al grupo la ceremonia había comenzado recientemente y mientras el sacerdote seguía hurgando entre las páginas buscando el párrafo apropiado, la turista americana sacó de su bolso una botella pequeña de vino que semioculta en su campera le ayudaba a bajar el pan con jamón mientras que con el dorso de la mano enjugaba otra lagrima.
En voz baja y masticando me dijo en español: “que bella pareja!” acentuando demasiado la elle y la jota delatándose como una estudiante de intercambio.

Paseé mi vista por el fálico símbolo de las inmensas columnas de piedra, observé el pavimento bicolor quebrado por siglos de permanencia y volví mi atención al párroco cuando por fin acababa de encontrar el párrafo que buscara febrilmente en el libraco.
Murmuró algunas frases entrecortadas relativas a su antigua relación con ambas familias y confundido por la vejez procedió a formular la pregunta clave de una boda: “aceptas a…?”

Lo más solemnemente que su confusión le permitiera pregunto con la voz quebrada, pero con la serenidad que le diera la confianza de haber conocido a la pareja desde sus bautizos:

“¿Luisa, aceptas a Carmen por esposa?”

Se produjo un gran silencio que duró unos segundos.
Mientras, el novio miró a la novia, yo miré a la turista americana y todos los demás miraron a alguien en busca de una respuesta.
Pensé con ironía: ¡qué sociedad tan abierta la catalana! ¡Un casamiento entre lesbianas!…

Enfoqué nuevamente la mirada y volví a distinguir lo que me siguió pareciendo una novia hermosa y un distinguido caballero.
Se desvanecieron rápidamente mis esperanzas de eclesiástica aprobación a la liberación homosexual y mi atención volvió al ruedo
Sin dejar del todo de lado el endiablado pensamiento de que el sacerdote sabría algo en secreto de confesión que todos los demás ignorábamos.
En ese momento, el anciano sacerdote, distraído y disgustado consigo mismo corrigió:

“Luis…, ¡ejem!, Luis!, ¿aceptas por esposa a Carmen?”

Un casi imperceptible suspiro tranquilizador hizo mecer nuevamente la luz de las velas.

Luis miro a Carmen y dijo: ‘Si, padre, acepto a Carmen por esposa” mientras las perlas coruscaban tras el velo y el brillante del anular iluminaba los vitrales.

El quinteto de cuerdas acompañó a la soprano en los gorjeos finales y los padrinos se pusieron de pie, demostrando, en un movimiento unísono la elegancia de esos cuerpos que acostumbraban a deslizarse por alfombras estupendas y ser conducidos en automóviles de lujo.

El pontífice aventó suavemente la capa de damasco marfil como en un aleteo triunfal, secó un par de perlas de transpiración que nacían en la cabeza mitrada y corrían por su frente y perdió nuevamente la línea que estaba leyendo, carraspeando nerviosamente.
Volvimos a mirarnos con la americana soslayando una sonrisa cómplice.
Pasaron otros dramáticos momentos en los que el pergamino de las paginas en febril movimiento abanicó las llamas de las velas.
Por fin reconoció la línea y formuló la obvia segunda pregunta:

“Carmen, aceptas por esposo a Luisa? …”

En ese momento pareció que un rayo divino lo iluminó y rápidamente corrigió tratando de salirse de la embarazosa situación aseverando en pánico:

“Carmen!, ¡Carmen!, ¡hija!, ¿aceptas como esposa a Luis?

Mientras su cara y la de varios se tornaba carmesí, el quinteto de cuerdas ensayó un preámbulo de la marcha nupcial en un inútil intento de soslayar el bochorno colectivo.

Sentí la mirada de la turista americana en mi cuello, me volví, le miré y la vi ponerse roja mientras ella trataba de mantener el ultimo buche de vino en la boca.
No duro mucho nuestra compostura.
Ella explotó salpicando de vino el piso de piedra medieval y mi bolsa de mano al tiempo que tosía estentóreamente.
Las nobles testas tornaron sobre cuellos de marfil arqueando cejas desdeñosas en nuestra dirección. Hubo una agitación de encajes y sedas, algunas perlas entrechocaron produciendo un sonido similar al castañeteo de dientes en una noche febril.
Los hombros de alabastro se encogieron en colectivo movimiento de desdén y sus dueños volvieron a poner la atención en la confusa ceremonia.

Enrojecido, giré sobre mis talones y empecé a caminar muy rápido hacia la salida, pero a los pocos pasos no pude contener más la risa que iba subiéndome del estómago a la garganta y que terminaría resonando por las naves majestuosas de acústica admirable mientras yo, corriendo hacia la puerta más cercana con la desesperación del que busca un baño, me sentí perseguido por el sonido de las pulseras y las estertóreas carcajadas y toses de la americana.

Cuando pudimos recuperar la compostura, ya afuera, al aire fresco y bajo la luna, nos dijimos los nombres y fuimos a comer tapas a Sagardi y a contarnos nuestras vidas en una noche por cierto inolvidable.
Pinxos inolvidables en Sagardi
Publicado en la prestigiosa revista de bodas Azahar en Argentina - 2008




2 comentarios:

  1. Ay Félix, cómo me he reídooooo !!! De pronto, pasé de estar concentrada y embelesada con la poética y exquisita descripción de la Basílica - la que imprimiré como guía la próxima vez que vaya a Barcelona - a una carcajada casi sin fin!! Qué genial que estuvo esta historia!! Sin duda, ya soy una adicta a estas historias!!!Gracias!!

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  2. ...mision cumplida! me gusta mucho hacer reir, gracias por visitarme

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