Yo no invento historias, la realidad es
suficientemente increíble.
…pero
es carísimo.
Copyright Félix Achenbach
Por respeto a los
protagonistas de esta historia algunos nombres han sido editados.
Nevaba suavemente en Toronto. El Rolls aguardaba ronroneando al amparo
del port-a-cochere.
Dos puertas se abrieron al unísono: la gran puerta de hierro y cristales
del petit hotel y la del automóvil.
Un hombre jóven, de cabello lacio y claro, elegantemente vestido con
abrigo de cashmere negro y bolso de mano de Balli se dio vuelta rápidamente
para saludar con la mano a un hombre mayor que con una perrita Yorkie en brazos
lo despedía como tantas otras veces.
“Mucha suerte, mi amor”, dijo y cerró la
puerta.
“Buenas noches Señor Andrew”, dijo el chofer y también cerró la puerta.
El viaje al aeropuerto fue lento por el tránsito de la tarde que ya se había
ido convirtiendo en noche de cielo violeta.
El automóvil se deslizó hasta que silenciosamente
se detuvo frente a la puerta de pasajeros de primera clase de Lufthansa
continuando así con una vida que se hace muy placentera cuando el dinero
respalda.
Revisitó con media sonrisa la idea de que ser rico: era muy caro, pensó,
pero que valía la pena.
La vida sonreía.
El vuelo a Riyadh estaba a horario gracias a la insufrible puntualidad
alemana y aterrizaría 24 horas después con una parada intermedia en Frankfurt.
Una vez en su asiento de cuero y con una copa de Dom Perignon en la mano
cerró los ojos y recorrió mentalmente las salas del palacio francés que diseñara
para su cliente y que ya se iba levantado en el desierto.
La vida de campo en Canadá le había resultado insufrible. Quería más, quería
otra realidad que adivinaba existía en las ciudades grandes.
Dejó atrás a los padres rústicos que desayunaban silenciosos con avena y
tomaban agua caliente y se dirigió a Toronto.
Jóven, bonito, de modales suaves y una voracidad insaciable por
aprender.
En cuanto pudo se inscribió en una escuela de arte y ese fue el primer
paso que lo llevaría, años después, al avión de Lufthansa camino a Riyadh.
En aquel comienzo el dinero era escaso, la comida insuficiente y el frio
abundante, aunque no en los salones calefaccionados de la escuela donde decidió
que pasaría la mayor parte del tiempo.
En pocas semanas llamó la atención por su
innato sentido estético y su habilidad para dibujar y seleccionar colores.
Uno de sus profesores percibió el potencial y se fue interesando en él y
ayudó a que fuera refinando estilos.
No faltó la invitación a una comida frugal en
un restaurante para estudiantes y más adelante a una visita a su apartamento
básico pero elegante desde donde con una mesa de dibujo en un rincón atendía
algunos pocos clientes de decoración de interiores.
Le contó que también sus comienzos habían sido muy modestos y que se mantenía
a flote con su sueldo de profesor y sus eventuales trabajos como diseñador. George era
cálido, refinado, con talento para la acuarela y un innato sentido de confort
que transmitía a sus clientes.
Pasaron unos meses, un par de Navidades, algún cumpleaños donde el
profesor no tuvo menos que confesar que era 28 años mayor que el alumno que a
su vez sólo tenía 30 años.
En muy corto tiempo, Andrew había decido que sería muy rico y exitoso y
que lo lograría junto a la experiencia y el buen gusto de George.
Se produjo una de esas alianzas entre personas que están destinadas a
ser centellas que brillan por separado, pero cuando juntos explotan en
creatividad y hacen que los clientes se multipliquen.
Andrew tenía el empuje de la juventud y una visión muy clara de lo que quería
lograr como diseñador.
Abrieron juntos un pequeño estudio en una zona elegante de Toronto. Andrew
decía que al jabalí hay que cazarlo en su propio terreno. Y la clientela creció
y se hizo más selecta.
El dinero fluía y Andrew decidió que abrirían
un local más grande en la mejor calle de Toronto donde venderían antigüedades
selectas y tendrían sus oficinas de diseño de interiores. Siempre lo mejor para
atraer esa elusiva clientela que sólo acepta lo mejor.
La vida sonreía.
George era más conservador, pero se dejaba llevar por el fuego que Andrew
llevaba dentro de sí.
Comenzaron los viajes de compras a Paris y a Londres donde llenaban un
contenedor de muebles que ya habían engalanado varias generaciones más algunos accesorios
exóticos, platería antigua y cuadros y tapices
Llegados a Toronto repartían el botín. Lo mejor iba a sus restauradores
y tapiceros y lo menos deslumbrante se vendía a menor precio a otros
anticuarios.
Una vez restaurados y colocados en el entorno elegante de la tienda los
precios serían astronómicos y apuntaban a clientes con cuentas abultadas.
Negocio redondo.
El dinero llama al dinero y así comenzó una
carrera de crecimiento inusitado. Era el comienzo de los 80 y el exceso era la
norma.
Para sus viajes a New York compraron un pied-a-terre en Park Avenue
donde también recibían clientes desde una dirección elegante.
Habían comprado la primera gran casa en Toronto – ya en proceso de decoración-
y la casa del lago para invitar clientes y amigos los días de primavera y
verano.
La vida sonreía.
Tenían caras de rico y modales convincentes y mucho pero mucho talento.
Ya ninguno de los dos revisitaba el pasado, era como que hubieran nacido así,
por generación espontánea.
El Rolls con chofer era lo que los terminaba de aparear con sus clientes
poderosos y que cada vez más querían que sus casas tuvieran ese toque
maravilloso que ellos sabían dar.
En uno de sus viajes a New York, mientras escuchaba música en la sala
del departamento Andrew hizo un rápido inventario mental de sus logros desde la
llegada a Toronto huyendo de la vida insufrible de campesino pobre.
Él sabía que había otra vida...y que era carísima...y era la que el quería.
La vida sonreía.
El sonido del teléfono lo trajo a la realidad. Era una de sus clientes que
lo invitaba a unos tragos. La charla derivo hacia su inesperado éxito
profesional y confesó que le gustaría saber más del futuro.
Marlene dijo: “mi amor, conozco un vidente que es muy certero en sus
predicciones. Podrías visitarlo y ver que te dice”.
“¿Donde?” Preguntó ansioso Andrew figurándose que habría que viajar al
Caribe o a Marruecos.
“Vive aquí mismo, en una zona terrible”, respondió Marlene “así que debemos ir en un taxi y hacer que nos
espere en la puerta”.
Ella hizo los arreglos con el hombre y partieron hacia su casa al mediodía
del día siguiente.
El barrio era pobrísimo, descascarado y sucio. Si no hubiera sido porque
muy a lo lejos se divisaban rascacielos nadie hubiera pensado que todavía
estaban en New York.
La precaria puerta de entrada se abría a un vestíbulo con muestras de
orines variados y miasmas rancias y una escalera mugrienta que llevaba al
segundo piso.
Antes de tocar la puerta ésta se abrió dejando entrever a un personaje extrañísimo,
despeinado y de ojos naturalmente sombreados.
Era un mediodía soleado pero la sala muy oscura se iluminó con ojos
multicolores de gatos que rápidamente perdieron interés en los visitantes y
volvieron a dormir.
La luz que se balanceaba contra las paredes llegaba de velones
contenidos en vasos sucios de colores indescriptibles debido al hollín y que
supuestamente oficiaban de ofrendas a imágenes religiosas irreconocibles.
Lo que sobresalía era el olor de toda esa combinación
de especies y perfumes exoticos más el olor a orines de gato y el humo.
Era difícil describirlo, pero si uno era imaginativo podía evocar un
incendio en la tienda de especies y pescado seco en sal en un mercado hindú y
alguien sofocándolo con ropas transpiradas y baldes con té.
El hombre no los invitó a sentarse, tomó la mano de Andrew, sin mirarlo y
con la mirada extraviada dijo:
“Te veo caminado por la arena con una princesa...”
Andrew esbozó una sonrisa mientras hacia un recuento mental de princesas
disponibles en el mundo.
El hombre soltó la mano y caminó hacia una
mesa que tenía un florero con flores desmayadas y algunas velas. Tambaleó levemente,
dudoso el paso.
Demoró unos minutos como evaluando la nueva premonición. Apuntando su
mirada al infinito volvió a Andrew, le tomo ambas manos y soltó la segunda profecía:
“...y te mueres a los 40”
Dejo caer las manos, puso su atención en la mujer y le dijo: “son 50 dólares”.
Salieron a la luz del mediodía, se metieron en el taxi que los esperaba
y fueron a almorzar.
Andrew quedó prendado con la profecía de la princesa y rápidamente
descarto la segunda. Tenía 38 años y un futuro enceguecedor.
Le contó a Marlene que acababan de comprar una villa antigua estilo
campesino Francés en un lugar maravilloso de Miami, en un área muy privada
llamada The Landings, con frente a la bahía donde también vivían el heredero de
la fortuna de Coppertone y Paloma Picasso, que estaba remodelando una casa para
ella.
La casa que Andrew y George habían comprado ya estaba en proceso de restauración
y la usarían para invitar clientes y amigos en las épocas
más frías de Toronto.
Muy excitado también le conto a Marlene que pasarían unos días en Martha’s
Vineyard donde casualmente veraneaba Carolina de Mónaco...sí...sí...esa era la
princesa que conocería caminando por la playa...
“Te imaginas, Marlene, que buena conexión seria Carolina que seguro nos recibirá
en Mónaco y nos presentara a sus amigos que siempre están redecorando...jajaja”
La vida sonreía.
Se pasó los días caminando por la playa y nada...
Viajaron nuevamente a Francia de compras para el negocio e insistió en
ir a Niza donde seguramente conocería alguna de esas princesas que caminan distraídas
por la arena...pero nada...
Se le fue enfriando el frenesí por encontrar la princesa y se convenció
a si mismo que todo había sido un cuento del pretendido vidente saca plata que
lo ayudó también a desechar para siempre la idea de una muerte temprana.
El tiempo en el reino soleado de los ricos pasa mucho más rápido y los
negocios seguían creciendo.
Llegó la oportunidad esperada. La obra soñada...un cliente poderoso que quería
hacer construir un palacio estilo francés en Arabia Saudita.
Comenzó la interminable tarea de diseño, presentaciones, cambios,
reuniones con contratistas y arquitectos mientras suculentos cheques llegaban a
sus cuentas.
La vida sonreía.
A la distancia comenzó la construcción y cuando estaban avanzando
requirieron la presencia de Andrew para que diera su opinión sobre los resultados.
El vuelo de Lufthansa aterrizó en Riyadh 24 horas después de haber
salido de Toronto.
Lo esperaba la limusina que lo trasladó al hotel donde se desplomó para
tomar un poco de fuerzas para enfrentarse con una tropa de arquitectos, marmoleros,
electricistas y pintores y donde también estarían presentes sus clientes,
una pareja encantadora miembros de la familia real.
Al día siguiente se encontró con la gente y salió con la cliente a dar
una vuelta alrededor de la construcción.
Hacia un calor abrasador y los zapatos se le llenaron de arena. El
resplandor lo enceguecía a pesar de las gafas ahumadas y de repente… tomó
conciencia:
¡¡¡estaba caminando por la arena!!! ¡¡¡Con una princesa!!! ¡Se había cumplido
la profecía!
Lo cual lo llevo a la segunda parte. Había cumplido 39 años hacía unos
meses.
El agotamiento del viaje, las extensas reuniones, el cambio de clima, de
comidas, algún virus estomacal fueron las excusas que alegó cuando llegó a
Toronto muy debilitado.
George insistió que lo viera su médico y luego de varias idas y venidas
y test de todo tipo determinaron que tenía neumonía, producida por el
virus de HIV.
La sonrisa se había transformado en un rictus.
En el pánico de los 80 y con dinero, lo llevaron a tratamientos
experimentales en Israel y Francia. Más débil regresó a Miami para reposar y
pasar su día natal.
Era el año 1984. Yo le hice un pastel de chocolate para su cumpleaños
numero 40 y se lo lleve a la cama.
Sólo se levantó de la cama para ir de regreso a Toronto donde la profecía
lo siguió inexorable.
Había caminado por la arena con una princesa y había llegado a cumplir
40 años y ya lo estaban esperando.
También con una sonrisa.
Wooowwww!! buenísimo!! siempre aprendo algo nuevo leyendo y pasándola bien con tus historias!! Qué final !!! contundente y sutil a la vez!!! gracias!!!
ResponderBorrarLa vida puede ser corta, pero muy intensa cuando la aprovechas al máximo...así fué...así es.
ResponderBorrarGracias querido Félix.