Esta es la tercera entrega del tríptico que dediqué a una visita a Buenos Aires
Si les intriga lean las otras dos partes:
Cuidado con los Atentados
La Reina de los Ladrones
Copyright Félix Achenbach – noviembre 2008
Créase o no diría Ripley, en el país de la abundancia de herramientas
de todo tipo no existen –hasta el día de hoy– escuadras de madera de 60 o 45
grados. Grandes. Como las que se usaban en las escuelas de Argentina para las
clases de geometría.
Tampoco hay semicírculos o
transportadores y mucho menos compases para pizarrón, también de madera, de
esos que tenían un clavo afilado en una de las patas y un canuto metálico para
insertar una tiza en la otra.
Durante los recreos de
escuela de varones algunos salvajes alineaban las dos patas del compás formando
una especie de jabalina. Dibujaban un círculo de tiza en el pizarrón y se
dedicaban a arrojarlos a modo de lanza indígena tratando de acertar dentro del perímetro
y haciendo agujeros múltiples en la madera.
Por razones que juntan la geometría
y la alta costura yo necesitaba de esos elementales instrumentos para ayudar a
mis costureras a escuadrar, marcar y cortar costosas telas para tapicería.
Viviendo en Miami, donde la
población latina excede el 80% y donde se recrean las costumbres de los países
de origen, pense que me sería muy fácil encontrar esos elementos.
Recorrí Home Depot con olor
a machos constructores y tiendecitas cubanas para modistas con aromas a Maja de Myrurgia y donde me entretuve mirando la belleza lunar de los botones de nácar que coruscaban en las vitrinas.
a machos constructores y tiendecitas cubanas para modistas con aromas a Maja de Myrurgia y donde me entretuve mirando la belleza lunar de los botones de nácar que coruscaban en las vitrinas.
Navegué el Internet y
visité cuanto negocio relacionado a materiales para artistas existentes en la ciudad
y que no son pocos.
Parece ser que esos
elementos solo hubieran sido parte del acervo escolar argentino o tal vez una
quimera nostálgica.
A Buenos Aires vamos pronto…allí
los encontraré, me dije con soberbia argentina ligeramente atenuada por años de vivir fuera del país.
En nuestra lista de cosas
por hacer: comprar escuadras figuraba en importancia junto a una visita al Museo de Arte Decorativo palacio Errazuriz, el musical Eva con Nacha Guevara, una presentación de la
Tana Rinaldi, revisitar los frescos de Soldi en las Galerias Santa Fe, cenar en el Oviedo y asistir a una presentación de la cantante Peruana Susana Baca que coincidía
con la fecha de nuestra visita.
Un amigo artista amigo me proveyó
de los teléfonos de todas las casas de venta de materiales para artistas de la
Capital Federal.
Llame prolijamente a todas
y cada una, donde sistemáticamente me verificaban que no las tenían.
¿Y cómo mierda ensenan
geometría en las escuelas?, me pregunté ya frustrado.
Uno de los últimos llamado
produjo una pista. Una luz al final de la senda oscura. Un dinosaurio de los ya
casi extintos al escuchar mi tono de súplica atinó a decirme en voz baja y en
un tono que mezclaba la complicidad del susurro de un secreto con una revelación
divina: vaya al Once a una tienda que se llama De Todo, en la calle tal. Ellos
seguro las tienen.
Ese mediodía nos
encontramos con mis primos a almorzar y a pedido de Manuel que nunca había estado
allí enfilamos hacia La Boca.
A instancias de mi primo,
que conocía el lugar, fuimos a comer a un bolichón típico que está abierto
desde el año 1934 -El Obrero - sin muchos cambios estructurales o decorativos
desde aquella época pero que ahora frecuenta el turismo chic extranjero y
algunos regulares de la zona.
Comimos una selección de
matambre arrollado, tortilla de papas y cebolla, maravillosas acelgas salteadas
con ajo y como broche de oro una corvina entera, horneada, que nos miraba desde
la fuente con su ojo vacuo y fingía una sonrisa opacada por un rictus mortal
lleno de dientes chiquititos.
Todo emanaba aromas
tentadores.
No hay nada como el sabor
de los ingredientes de la cocina en Argentina, aventuré. Todo es fresco y
delicioso, agregué con orgullo mal disimulado. No como en USA donde todo sabe a
plástico.
Dos botellas de vino después
llegó la cuenta garabateada en un pedazo de papel madera.
Antes de salir me excusé
para ir al baño. Cuando empujé la puerta de madera al final del salón me encontré
saliendo a un patio de conventillo. Una de las tres puertas sin cerrar daba a
una cocina pequeña, elemental ya en 1934, desprolija e insalubre hoy.
Las otras dos puertas daban
a los baños de hombre y mujeres -con las puertas abiertas- de donde emanaban
aromas poco tentadores combinados con un fondo de creolina a la lavanda de pino
de Rusia, o algo así.
Recostada contra un pedazo
de pared entre las dos puertas, y por supuesto al aire libre, había una estantería
con cuatro niveles donde reposaban frescos ingredientes culinarios.
Un estante estaba lleno de
cebollas que, entre otros platos, aromatizarían las tortillas de papas.
El estante siguiente estaba
ocupado por una gran canasta de mimbre rebosante de acelgas de color malaquita.
Lo más desconcertante era
el tercer estante en el que en una gran fuente de aluminio muy manchado reposaban
el sueño final tres corvinas enormes que me miraban con ojos vacuos y me sonreían
mostrando dientes chiquititos mientras se marinaban en vapores de aromas menos
apetitosos espolvoreadas por el natural hollín que flota en el aire de
cualquier gran ciudad moderna.
Sin permitir que esta
visión interrumpiera mi digestión nos arrimaron a Once en el auto, caminamos
unas pocas cuadras y allí, como el faro de Alejandría se erigía "De Todo". Con el
corazón palpitando por la anticipación y la ilusión de encontrar las famosas
escuadras de madera tan largamente buscadas cruzamos la avenida Corrientes con
el tránsito de las 4 de la tarde.
¡No te puedo creer, che!
Dijo la vendedora, azorada. ¿No hay escuadras de madera en USA? ¿Y cómo carajo
enseñan geometría en las escuelas? Con razón los yanquis son medio salame…
Con orgullo mal disimulado
me empaquetó 4 escuadras, 4 semicírculos y un compás-arpón que Manuel comparó
con las estacas para matar vampiros.
Todo madera sólida. Pesadísimo
el paquete y con una forma un poco extraña y complicado de acarrear, aunque
acomodado en una gran bolsa plástica.
De allí íbamos a comprar
entradas para la Rinaldi para esa noche y a unas cuadras de distancia para
Susana Baca para la noche siguiente.
El programa cultural casi
completo habiendo ya visto Eva un par de días antes más haber conseguido las
escuadras. La lista de cosas por hacer menguaba considerablemente en un solo día.
Manuel, que se orienta en
cualquier ciudad del mundo, sacó su mapa ajado y acertó al decir: a esta hora
va a ser más rápido tomar el subte.
El sistema de subterráneos
de Buenos Aires fue uno de los primero del mundo y así se mantiene, sin reparar
y sin limpiar, aparentemente desde su fundación a fines del siglo XIX.
Bajamos las escalinatas
moteadas por chicles muy pisoteados y un vago pero insistente aroma a orines añejos.
Pagamos y fuimos directo al
andén que la lógica de un arquitecto urbano como Manuel indicaría que los
trenes iban hacia allá. No. La lógica no gobernaba un sistema diseñado por los ingleses
que hasta el día de hoy conducen sus automóviles por el lado contrario de la
calle. Era el andén opuesto y las escuadras empezaban a pesar.
Finalmente abordado el tren
que iba hacia el lugar que nosotros queríamos e hincando pasajeros con la punta
del compás que ya asomaba agresivamente de la bolsa maltrecha.
Nos bajamos en la sexta estación
cercana al Centro Cultural Borges donde un nombre de esa envergadura prometía
cantos de sirena. Allí actuaría esa noche la Rinaldi. Subimos un piso por
escalera y llegamos, sudorosos y cansados, al mostrador esperando nuestro turno
en la fila.
Una joven porteña,
probablemente educada en Transilvania y en su afán gótico de parecerse a Drácula
se mantuvo enhiesta e inexpresiva.
Uñas negras, labios negros,
rímel negro y un atuendo negro. El look ya está demodé, vieja, pensé, al mismo
tiempo que fui interrumpido por el aliento gélido y la pregunta desdeñosa: ¿Que
querés?
¿Qué puede uno querer en el
mostrador de un teatro que vende entradas para un show de ese calibre y con
precios acorde? ¿Qué clase de gente va a ver a la diosa Rinaldi que merezca una
recepción como esa?
Las escuadras pesadas
fueron pasadas a manos de Manuel y con el recuerdo de las corvinas en el patio,
el viaje en subte, la caminata con el paquete pesado y la fría recepción
conteste irónicamente: entradas bien ubicadas, madrecita. Mostrame que hay
disponible en las primeras filas.
Esas son muy caras, contestó
Morticia Adams, con marcado desprecio al capitalismo consumista.
Yo no te pregunte el
precio, dije, subiendo ligeramente el tono.
Otra vendedora, antítesis
total de Morticia, con cabello rubio y sonrisa afable intercedió al intuir el
maltrato.
Nos pusimos de acuerdo en
ubicación, imprimió las entradas y me dijo: es tanto.
Extraje de mi billetera una
dorada tarjeta de crédito sin la cual no puedes salir de tu casa y que te abre
todas las puertas del mundo y la extendí.
No recibimos tarjetas de crédito.
¿Queeeee? En la boletería
de un teatro es la cosa más absurda que uno puede esperar.
Mis pelos ya empezaban a
tomar el color verde de las acelgas del patio. Guardé parsimoniosamente la
tarjeta y extraje unos dólares de la billetera. También verdes.
Lo siento, dijo la rubia,
con la sonrisa ahora congelada que me hizo acordar a las corvinas del patio: no
recibimos dólares.
¿Como? Pregunte incrédulo. ¿En
un teatro donde actúa una de las glorias argentinas y por donde pasa el turismo
internacional con poder adquisitivo que puede pagar esos precios y porta
tarjetas de crédito y dólares ustedes se dan el lujo de rechazarlos?
Bueno, esas son las reglas -dijo-
pero ustedes pueden ir a las Galerías Pacífico y cambiar dólares.
Pegue una brusca vuelta
pateando el paquete con las escuadras que Manuel había depositado en el piso y
salimos del Centro Cultural Borges, donde las sirenas ya no cantaban y nos
dirigimos a las Galerías Pacífico. Luego de caminar un rato dimos con el lugar
de cambio de dólares. Manuel se arrimó a la caja y pidió cambiar dólares. Identificación,
le pidieron. Viajero internacional consuetudinario extendió su tarjeta de identificación
mexicana.
Eso no es una identificación,
asevero la grotesca cajera. Muéstreme su pasaporte.
Seguimos en la misma zona
de Buenos Aires plagada de turistas internacionales ansiosos por gastar sus dólares
o euros y que dejan sus pasaportes en la caja de seguridad de los hoteles por
temor a ser asaltados por la calle.
Manuel se retiró de la caja
avergonzado. El documento que lo identifica como ciudadano mexicano aquí, en
Sudaquia ya no servia para nada, el ya no era nadie.
Dame acá, yo soy argentino.
Quiero cambiar dólares. Identificación, pidió la corvina, presente mi identificación
del estado de la Florida valida en el mundo entero y donde dice que soy nacido
en Argentina.
Pasaporte, esto no sirve.
Pero soy argentino, dije ya con ira. Entonces muéstreme su DNI.
De nada valieron
razonamientos de rigor en países turísticos.
¿Sabes qué? Le dije a la
corvina mezcla de aprendiz de Drácula y pesada como las escuadras de madera.
¿Porque no se van todos a
la reputa concha de vuestras respectivas madres?
Siempre regreso a Argentina
con la esperanza de ver el cambio, pero ustedes siguen procreándose igual que
hace 30 años. ¡Nunca van a aprender a tratar a los que vienen a dejarles
dinero!
Y como en aquel show de la
vieja televisión en blanco y negro donde Jorge Luz se iba siempre maltratado e indignado
de algún lugar y pateaba la eterna maceta que hay a la entrada de cualquier
lugar público de Buenos Aires.
En medio de la bronca aun
nos quedaba la esperanza de deleitarnos con las canciones del Perú negro
costero prometidas por Susana Baca.
En el calor de la tarde y arrastrando
la bolsa de las escuadras caminamos un par de cuadras hasta llegar frente al
teatro cuya dirección sacamos del anuncio del diario que ofrecía las entradas
para el espectáculo.
Agotado por las peripecias
anteriores preferí que Manuel entrara al teatro y comprara las entradas. Lo veo
salir sin ellas y con sus ojos más oblicuos que al entrar.
¿Qué pasa? Pregunte,
temiendo lo peor.
Acá no las venden. ¿¿¿Como???
Si, dice el cajero que se pueden comprar en el Internet, por teléfono a un
numero 800 o en una oficina a 4 o 5 cuadras de acá.
¡¡¡Pero si el periódico
dice que por entradas hay que dirigirse a esta dirección!!!
Si, pero no, fue la
respuesta del agotado Manuel.
Bueno, llamemos a nuestros
amigos a ver si quieren salir a cenar con nosotros. Tenes monedas para el teléfono?
No.
Voy a comprar agua en ese
kiosco y consigo. Compré agua y me dieron caramelos de vuelto. No tenemos
monedas, decía el cartel.
Conseguir un teléfono público en una zona altamente turística de Buenos
Aires y cambio para usar el teléfono fue otra empresa que culminó en una nueva frustración.
Por suerte encontramos un
taxi que nos llevó al hotel y que se ganó unos dólares de los que no habíamos
podido gastar en dos representaciones teatrales caras, para turistas con dólares
que debían ser cambiados a pesos argentinos dentro de las normas burocráticas
de los imbéciles que nunca salieron del país para ver cómo se maneja el resto
del mundo cuando de venderles algo a un turista se trata.
La cena fue buena, uno de
los raros placeres de Buenos Aires que las últimas generaciones no han podido arruinar.
Querido Félix, siempre es un placer leer tus historias, pero ésta es un deleite, las aventuras que viviste con Manuel en Buenos Aires son realmente divertidas, ya cuando pasan a ser anécdotas y no en el momento, por supuesto!! Es tal cual como lo describes!! te felicito nuevamente, obvio que soy admiradora de tu blog!!!
ResponderBorrarGracias Poldy, estoy considerar nominarte como Presidenta delClub de Fans de la Provicia de Cordoba. Me honraria que aceptaras.
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